octubre 15, 2013

Gota fria.


Debió ser ya en septiembre, una tarde cualquiera de día lluvioso, impermeables amarillos de hule con gorro, botas de agua negras, algún paraguas también negro, los niños esperamos en la calle Lersundi, junto a la carretera, como todas las tardes, hasta decidir que hacer a la tarde.
Con lluvia no hay excursión posible, ni chocolatada ni tortilla de patata, que el monte y las campas están empapadas.
Vamos por la carretera de Motrico? es un plan lánguido, como de paseo de anciano, pero tirar piedras desde el acantilado es bonito, a veces grandes rocas empujadas por los pies de una docena de niños, con gran estruendo y estrellamiento en el mar de la avalancha.....llueve demasiado y no acaba de abrir, vivíamos ignorantes de la perdición meteorológica.
Los del pueblo, decían que con noroeste no para la borrasca.
El cine nuevo, no empieza hasta las cinco, parece el plan mas probable, siempre ponen dos películas, en colores una de ellas .
Al rato el cielo se se vuelve cárdeno y algunos rayos terroríficos dan paso a un torrente que cae del cielo y que a las pocos instantes inunda la calle, también la carretera.
Agolpados en el quicio de un portal miramos divertidos aunque asustados el fenómeno, para los niños todo es un juego, mas tarde el agua sobrepasa el batiente de la puerta y se oyen gritos de las vecinas que bajan con cubos y bayetas, mientras con las botas ayudamos a achicar, inútil pelea, el agua llega hasta las escaleras y sigue subiendo.
Cuando escampa, el agua por las caderas, aunque da igual, así que exploramos aquella repentina Venecia, regalo inesperado para una tarde aburrida. 
Uno de los primos pisa en una alcantarilla, de la que alguien levantó la tapa para que tragara mas deprisa, un hombre rudo nos grita y blasfema, nosotros nos reímos del primo que metió la pata, la infancia es cruel e inconsciente.
Al poco tiempo el pueblo vuelve a su ser, la proximidad de la ría y la marea baja, evitó males mayores.
Todo esta irreconocible, pintado de barro, carretera, alameda, calles, a todo alcanzó la riada.
La luz como siempre se fue, se mojó el transformador y hay un silencio extraño, solo algunos hombres van de acá para allá.
Ya al atardecer la negra sotana del párroco, con un saco a la espalda, nos vocea para que le ayudemos a recoger huesos.

El pequeño cementerio del pueblo, está en una torrentera y el agua bajó por la barranca removiendo lapidas y arrasando tumbas, tanto que dobló por abajo la cancela de hierro y los muertos se esparcieron por la "Alameda de Calbetón", mas allá del pilón, casi hasta el quiosco de la música, en una resurrección anticipada.
Blancos y porosos, como la vértebra de ballena en casa de Tatín, una tibia aqui, o un húmero o un peroné mas allá  que las clases de ciencias naturales solo dan para reconocer algunos.
Andar por el resbaladizo suelo es cansado y al cabo del rato decrece el interés, además el saco esta lleno, a lo lejos, uno de los gemelos bilbaínos, Ricardo, aparece con su gabardina y su sonrisa, paraguas al hombro y en la punta una calavera macabra, que con un ruido seco arroja al saco del párroco.
Con el tiempo supe que una tatarabuela mía o algo así, estaba allí enterrada, no se quien era pero a veces pienso en ella, si sería la del paraguas.
No sabíamos lo que era la “gota fría”, apenas imaginábamos lo que eran los muertos, los días acababan con cansancio en el cuerpo e imágenes en la cabeza, sin preocupaciones, aunque con miedos, el sueño largo e interrumpido hasta el desayuno, de pan y mantequilla, preludio de otra aventura.

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