febrero 07, 2017

Intento de abordaje.

Esta tarde sonreía en silencio, recordando mi singladura con José en el estuario del Bidasoa, allá donde la lluvia del Pirineo Navarro se mezcla con el Cantábrico.
El caso es que no tuvimos nunca navío propio, por lo que aprendimos con uno de prestado, de la clase "Vaurient", casco de fibra y palo y botavara de aluminio, no gran cosa pero para nosotros mejor que el Victory del Almirante Nelson.

El navío era propiedad de Juanito, algo gordo y sin afición por la mar, su padre, catedrático de derecho civil, se lo había regalado quizá para estimular su espíritu aventurero o al menos para que bajara tripa, cosas ambas que no consiguió.
Así pues cada verano, disponíamos de aquella joya para nuestras memorables y azarosas tardes en el feroz Cantábrico.
El aprendizaje fue por pura intuición, siempre con el entrañable José que se turnaba en patronear conmigo.
Moviendo vela y foque, aprendimos a ceñir, a trasluchar, a ir de empopada e incluso el resto de la terminología de arte tan antiguo como es el de navegar con los vientos.
Diré sin arrobo, que llegamos a ser expertos e incluso hacíamos trapecio sobre la borda, aunque José era grande y su contrapeso era eficaz con el viento de través.
Recuerdo alguna tarde en que vestido con su traje de marinero de la cofradía de pescadores, pantalón y camisa azul, alpargatas negras, salíamos por la ría haciendo bordadas, botella de tinto y dos bocadillos envueltos en papel de plata.
Al pasar la barra tomamos las olas de frente y José entona con su gran voz la bella habanera de Marina.

Dichoso aquel que tiene su casa a flote
su casa a flote
y a quien el mar le mece su camarote 
Su camarote
y oliendo a brea y oliendo a brea
al arrullo del agua se balancea.

Gran voz la de José y excelente oído, no en vano se atrevía con Bob Dylan a la guitarra, el del premio Nobel.
El caso es que una bonita tarde de verano, de mar bella y sol suave de septiembre, cruzamos a aguas francesas, que tan cerca están las de Hendaya.
La bahía llena de gráciles veleros con gabachos equipados como de regata, cascos pulidos y velas de "kevlar" tersas e hinchadas, algunos gastan “spinnaker” y se deslizan veloces a todos los rumbos.
De pronto José divisa una esbelta "mademoiselle" en bikini sobre un airoso velero de los llamados "470", no duda en tratar de abordarla en un acto de piratería que yo aplaudo. La francesa, con mirada despectiva gira la caña y desaparece a gran velocidad dejándonos muy por detrás de su ola de popa, mientras exclama..... Haaa les espagnols!!!
Chasqueados, enfilamos la bocana del Bidasoa de vuelta al fondeadero, con las olas de la barra uno de los “estay” se rompe y el palo con vela y todo cae sobre mi hombro, que llevaba yo la caña del timón, en la popa.
Así ya sin bocadillos ni vino, mojados y desarbolados, como ocurriera con nuestra armada invencible, amarramos aquel esquife sin nombre, propiedad del hijo del catedrático de civil, Don Juan del Rosal.

No recuerdo más tardes en el mar, que la nave estaba ya muy maltratada y quizá acabo sus días en el fondo de la ría, José y yo no navegamos nunca más juntos, el incluso ya no navega por la mar procelosa de la vida, por eso y en su recuerdo, escribía esta noche con una sonrisa que produce la ironía de nuestra candidez y nuestra osadía, ambas nos acompañan de por vida, que nos criamos así.

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