julio 03, 2014

Las cuevas de los ahogados.

No se yo como se crían los niños ahora, con tantos juegos de pantalla y tanta televisión, que apenas leen libros de aventuras y novelones de argumentos intrincados.

Todo es de colores vivos, cuando hasta hace poco la vida era en blanco y negro, mucho negro.
Tampoco se yo si los niños temen a algo, que las películas de monstruos ya no se hacen y a Drácula o el hombre lobo ni los conocen.
El hombre del saco era amenaza común en nuestra infancia, los curas nos hablaban del purgatorio pasajero y del infierno eterno, llameante y plagado de lamentos.
Los niños de ahora supongo que se curan de espanto, con las noticias de a diario, que con eso van bien servidos, se reirían de las causas de nuestros temores todos ellos imaginarios.
Tampoco creo que estos niños de ahora tengan conocimiento de lo misterioso, de lo mágico, de lo sagrado, pues que se alimentan de un caldo racional y tecnificado, crecen en las ciudades donde la naturaleza queda oculta, como no sea por algún chaparrón tormentoso o el florecer de las acacias alineadas en los alcorques.
 No conocen el silencio, en que se escuchan otros sonidos, tampoco la oscuridad, en que se adivinan otras imágenes.
Recordaba hoy, que en aquel pueblo soñado de mi infancia, los ahogados, cuatro o cinco cada verano, desaparecían arrastrados por las mareas.
No había helicópteros ni Protección Civil, tampoco embarcaciones de rescate, así que se decía, que a los pocos días, aparecerían en “las cuevas de los ahogados”.
Eran estas dos cavernas, grandes, como cuencas vacías de una calavera incrustada en el acantilado.

Yo las conocí desde muy pequeño, vistas a lo lejos desde la “campa del mar” a donde íbamos de excursión, bajo la mirada de la Cruz de Iciar que se iluminaba en el crepúsculo, camino de casa con el puchero manchado de chocolate y la tripa llena de pan con mantequilla.
Ya anochecido, la ultima mirada a las dos sombras siniestras, donde flotan los muertos violáceos del verano en curso.
Las tormentas recuerdo,  también eran terribles, con corte de luz y niños apiñados rezando a Santa Barbara, mas miedo y mas magia.
Cosas como estas, supongo yo, crean un sentido de lo misterioso en el animo del ser en formación, para siempre aprende a lidiar con lo irracional, la mente se prepara para tratar con lo telúrico, esencia de la vida cubierta solo por un barniz de razón, solo una fina película de civilización.

No se si bueno o malo, lo cierto es que estos niños que crecen sin miedos y sin misterios, serán muy diferentes a los que por siglos se acurrucaban bajo las sabanas, ocultándose de tan diversos temores. 

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