La calle de Serrano era junto a Velázquez, el centro de la vida del barrio, que solo eso era el de Salamanca antes de la moda, con sus vecinos que se conocían y su vida de mercado mañanero y tardes de paseo, con visitas a los bares, a las terrazas con el buen tiempo. Se me olvidan las misas el domingo, que se iba a misa puntualmente entonces.
El barrio perdió casi toda su vecindad, por los precios y por lo inadecuado de los pisos, muchos se transformaron en oficinas, cuando no se produjo la temida demolición para dar paso al edificio irreverente de cristal para las empresas, fuera de ordenanzas y de orden, que atentado contra nuestra tradición.
Las modestas tiendas de a diario, sucumbieron también, abriéndose otras de cosas carísimas, las mismas de todas las ciudades de Europa, que no se sabe ya si uno esta en Ginebra, en Berlín o en Málaga, que todo es igual y al mismo precio.
Uno de estos locales en que ahora venden moda italiana, en Serrano esquina Ayala, era el “Café Bar Roma”, aunque todos decían El Roma.
No recuerdo mis primeras limonadas, allá por la adolescencia, aunque quizá de niño ya estuve dormitando en el cochecito junto a mis padres, que ya de novios lo frecuentaban, al poco de acabar la guerra.
De estudiante se convirtió en lugar de visita diaria, al amparo de la cerveza mañanera o de la taza de café y el vaso de agua, tarde a la noche, casi como un ritual antes de estudiar o para ir a dormir.
La entrada por la esquina de Serrano, daba paso a unas cortinas verdosas, a modo de cortafrío, colgadas de una barra semicircular.
Las mesas adosadas a los ventanales de guillotina que se abren con el buen tiempo, con sillas antiguas de madera, asiento y respaldo mullido de color granate oscuro.
En una zona mas elevada, bancos corridos y veladores de madera chapados de Formica blanca, el suelo todo de marmolina, con algunos dibujos en colores desvaídos, todo ello con un toque modernista propio de su apertura, allá por los treintas.
Al fondo y paralela a la calle Ayala, la barra, larga y con tapa de madera barnizada de roble, tubo de latón grueso y dorado para apoyar los pies y otra bajo la madera, donde los afectados por el alcohol se aferran para no caer de sus taburetes redondos y aparatosos, con un asiento que gira, aumentando el mareo.
De día y a la tarde era un bar casi normal, señoras y caballeros, incluso algún niño, aperitivos sencillos de tortilla o banderilla con huevo, alguna caña, lo que si era notorio es la marcada ideología política de sus clientes, muchos de ellos estudiantes.
Al caer la noche el local se vuelve bronco, con el correr de las horas el ambiente cada vez mas cargado por el humo del tabaco y las conversaciones que suben de tono con las bebidas de alta graduación.
Los bares de Lagasca y Ayala van cerrando y como impulsados por la gravedad, los beodos van colándose por la puerta a tomarse “la espuela”, hasta que a las dos de la noche los camareros empiezan a apagar las luces, intentando cobrar a los que insisten en pedir una ultima ronda.
Solíamos sentarnos un grupo de habituales en la parte elevada, retirados del bullicio de la barra, donde algunas noches se repartían bofetadas, que siempre hay gente con mal vino.
Entre los agresivos recuerdo a “Mauricio cara de vicio” quien sumido en la soledad y tras mucha ingesta de licores, insultaba a todos los de la barra, hasta que alguno lo tumbaba de un golpe, con gritos y ruidos que escuchábamos con indiferencia.
Un habitual de las peleas era un joven mudo, de complexión fuerte y carácter violento, que a la mínima, agredía a cualquiera que a su juicio mereciera un mamporro.
Las peleas eran cortas pues los vapores alcohólicos mermaban la fuerza de los contendientes, en caso contrario, Constante, el sereno de la Calle Ayala, subía por las escaleritas que daban a la barra y con su chuzo golpeaba el suelo. ante el terror de los parroquianos que conocían de sus modos.
Algunas noches Constante sacaba a los inconscientes y los sentaba en el suelo frente al Ministerio de Comercio, a tomar la fresca o a dormir la mona.
Nuestra pequeña isleta elevada, la ocupaban un grupo de matrimonios de mediana edad, los habituales eran, arquitectos, médicos, algún rentista, se acrecentaba con los años por la descendencia, entre los que yo me encontraba.
Algunas noches al núcleo habitual de ocho o diez, se añadían hasta veinte mas, recuerdo dos solterones Roberto y Ernesto, que nos contaban sus romances con las “señoritas”, así las denominaban.
Un medico de San Sebastián que tenia la “enfermedad del bronce” con su rostro verdoso que miraba yo de forma indiscreta.
Algún joven prometedor ya licencenciado, que pretendía a alguna casadera hija de los de mediana edad, alguno bebía wiski para mostrar su condición de adulto ya emancipado.
Todos eran bienvenidos y contaban sus sucesos, o se discutía sobre la actualidad.
Uno de los arquitectos, buen dibujante, desinteresado de la conversación, hacia dibujos sobre el velador con su lápiz, para mas tarde con los dedos mojados en los restos del café, completarlo a modo de aguada.
Los camareros de chaquetilla blanca y pajarita negra, son como de la familia, Antonio con pinta de noble antiguo, Poli (Policarpo) nos habla de su pueblo Ajofrín y de los mazapanes que allí se producen.
En la barra Valiente, con su melena blanca, agita la coctelera junto a su rostro como quien escribe un poema de sabores.
Ramón también en la barra, educado, bajito y distante, por ultimo recuerdo sonriendo a Agustín, siempre sucio y arrugado, que cantaba en ingles sin saberlo, haciendo sonidos extraños e hilarantes.
En una de las mesas cerca de la puerta se sentaba “el gafe”, hombre de edad avanzada, calva brillante y restos de pelo y bigote tintados de negro, trajeado siempre con un Príncipe de Gales impecable.
Conociendo su reputación, se entretenía en mirar fijamente a alguno que alterado por el miedo al mal fario, le hacia aspavientos, los borrachos le amenazaban con el puño, desde su inestable taburete.
Las noches de verano, ya retiradas las tazas, continuaba la charla en la terraza, los pies sobre una silla.
Los coches, pocos, interrumpen el silencio al pasar raudos camino de Independencia, los regadores, humedecen la calzada con precisión, esparciendo olor a tormenta de julio, alguna rata, grande, corretea entre los alcorques y desaparece en un sumidero.
Agotada la conversación todos se marchan, los grupos de la barra extienden sus voces Ayala arriba o hacia Lista.
Los ruidos sucumben al silencio, incluso se escucha el cambio de luces del semáforo, verde naranja rojo.
Unas palmadas hacia La Castellana y la áspera voz de Vicente mientras golpea el suelo con el chuzo......Vaaaaaa!!!
El barrio perdió casi toda su vecindad, por los precios y por lo inadecuado de los pisos, muchos se transformaron en oficinas, cuando no se produjo la temida demolición para dar paso al edificio irreverente de cristal para las empresas, fuera de ordenanzas y de orden, que atentado contra nuestra tradición.
Las modestas tiendas de a diario, sucumbieron también, abriéndose otras de cosas carísimas, las mismas de todas las ciudades de Europa, que no se sabe ya si uno esta en Ginebra, en Berlín o en Málaga, que todo es igual y al mismo precio.
Uno de estos locales en que ahora venden moda italiana, en Serrano esquina Ayala, era el “Café Bar Roma”, aunque todos decían El Roma.
No recuerdo mis primeras limonadas, allá por la adolescencia, aunque quizá de niño ya estuve dormitando en el cochecito junto a mis padres, que ya de novios lo frecuentaban, al poco de acabar la guerra.
De estudiante se convirtió en lugar de visita diaria, al amparo de la cerveza mañanera o de la taza de café y el vaso de agua, tarde a la noche, casi como un ritual antes de estudiar o para ir a dormir.
La entrada por la esquina de Serrano, daba paso a unas cortinas verdosas, a modo de cortafrío, colgadas de una barra semicircular.
Las mesas adosadas a los ventanales de guillotina que se abren con el buen tiempo, con sillas antiguas de madera, asiento y respaldo mullido de color granate oscuro.
En una zona mas elevada, bancos corridos y veladores de madera chapados de Formica blanca, el suelo todo de marmolina, con algunos dibujos en colores desvaídos, todo ello con un toque modernista propio de su apertura, allá por los treintas.
Al fondo y paralela a la calle Ayala, la barra, larga y con tapa de madera barnizada de roble, tubo de latón grueso y dorado para apoyar los pies y otra bajo la madera, donde los afectados por el alcohol se aferran para no caer de sus taburetes redondos y aparatosos, con un asiento que gira, aumentando el mareo.
De día y a la tarde era un bar casi normal, señoras y caballeros, incluso algún niño, aperitivos sencillos de tortilla o banderilla con huevo, alguna caña, lo que si era notorio es la marcada ideología política de sus clientes, muchos de ellos estudiantes.
Al caer la noche el local se vuelve bronco, con el correr de las horas el ambiente cada vez mas cargado por el humo del tabaco y las conversaciones que suben de tono con las bebidas de alta graduación.
Los bares de Lagasca y Ayala van cerrando y como impulsados por la gravedad, los beodos van colándose por la puerta a tomarse “la espuela”, hasta que a las dos de la noche los camareros empiezan a apagar las luces, intentando cobrar a los que insisten en pedir una ultima ronda.
Solíamos sentarnos un grupo de habituales en la parte elevada, retirados del bullicio de la barra, donde algunas noches se repartían bofetadas, que siempre hay gente con mal vino.
Entre los agresivos recuerdo a “Mauricio cara de vicio” quien sumido en la soledad y tras mucha ingesta de licores, insultaba a todos los de la barra, hasta que alguno lo tumbaba de un golpe, con gritos y ruidos que escuchábamos con indiferencia.
Un habitual de las peleas era un joven mudo, de complexión fuerte y carácter violento, que a la mínima, agredía a cualquiera que a su juicio mereciera un mamporro.
Las peleas eran cortas pues los vapores alcohólicos mermaban la fuerza de los contendientes, en caso contrario, Constante, el sereno de la Calle Ayala, subía por las escaleritas que daban a la barra y con su chuzo golpeaba el suelo. ante el terror de los parroquianos que conocían de sus modos.
Algunas noches Constante sacaba a los inconscientes y los sentaba en el suelo frente al Ministerio de Comercio, a tomar la fresca o a dormir la mona.
Nuestra pequeña isleta elevada, la ocupaban un grupo de matrimonios de mediana edad, los habituales eran, arquitectos, médicos, algún rentista, se acrecentaba con los años por la descendencia, entre los que yo me encontraba.
Algunas noches al núcleo habitual de ocho o diez, se añadían hasta veinte mas, recuerdo dos solterones Roberto y Ernesto, que nos contaban sus romances con las “señoritas”, así las denominaban.
Un medico de San Sebastián que tenia la “enfermedad del bronce” con su rostro verdoso que miraba yo de forma indiscreta.
Algún joven prometedor ya licencenciado, que pretendía a alguna casadera hija de los de mediana edad, alguno bebía wiski para mostrar su condición de adulto ya emancipado.
Todos eran bienvenidos y contaban sus sucesos, o se discutía sobre la actualidad.
Uno de los arquitectos, buen dibujante, desinteresado de la conversación, hacia dibujos sobre el velador con su lápiz, para mas tarde con los dedos mojados en los restos del café, completarlo a modo de aguada.
Los camareros de chaquetilla blanca y pajarita negra, son como de la familia, Antonio con pinta de noble antiguo, Poli (Policarpo) nos habla de su pueblo Ajofrín y de los mazapanes que allí se producen.
En la barra Valiente, con su melena blanca, agita la coctelera junto a su rostro como quien escribe un poema de sabores.
Ramón también en la barra, educado, bajito y distante, por ultimo recuerdo sonriendo a Agustín, siempre sucio y arrugado, que cantaba en ingles sin saberlo, haciendo sonidos extraños e hilarantes.
En una de las mesas cerca de la puerta se sentaba “el gafe”, hombre de edad avanzada, calva brillante y restos de pelo y bigote tintados de negro, trajeado siempre con un Príncipe de Gales impecable.
Conociendo su reputación, se entretenía en mirar fijamente a alguno que alterado por el miedo al mal fario, le hacia aspavientos, los borrachos le amenazaban con el puño, desde su inestable taburete.
Las noches de verano, ya retiradas las tazas, continuaba la charla en la terraza, los pies sobre una silla.
Los coches, pocos, interrumpen el silencio al pasar raudos camino de Independencia, los regadores, humedecen la calzada con precisión, esparciendo olor a tormenta de julio, alguna rata, grande, corretea entre los alcorques y desaparece en un sumidero.
Agotada la conversación todos se marchan, los grupos de la barra extienden sus voces Ayala arriba o hacia Lista.
Los ruidos sucumben al silencio, incluso se escucha el cambio de luces del semáforo, verde naranja rojo.
Unas palmadas hacia La Castellana y la áspera voz de Vicente mientras golpea el suelo con el chuzo......Vaaaaaa!!!
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