septiembre 22, 2011

El barrio de palacio.

Conocí bien la Plaza de Oriente y sus callejuelas adyacentes, en una época en la que no era un centro de turismo y paseo para los madrileños.
La vida diaria era de barrio pobre, con una población envejecida y pequeños tenduchos como la “Pastelería la Oriental”, aunque ya existía el “Real Musical” junto al teatro, con su escaparate de pianos y guitarras amen de algún corno ingles.

Las noches eran solitarias y tras cenar en "Ciriaco" unas acelgas rehogadas con ajo y frasca de vino, camino de casa la Calle del Factor aparecía como el escenario de un crimen o de una conspiración, frente a la puerta de la armería y una Almudena entonces sin acabar y huérfana de su bóveda.
En esta tasca se veía al alcalde Tierno Galván a quien los camareros hacían burla imitando su cabeza ladeada, también alguna noche cenaba Calvo Sotelo, que fue hombre sencillo incluso de presidente del gobierno.
Un pariente de Utrillo el pintor, llamado Miguel, cenaba siempre solo con su traje príncipe de Gales, la servilleta a modo de babero y sus grandes gritos extemporáneos criticando la actualidad política, era periodista.
Don Miguel Utrillo repentinamente entonaba las frases de una zarzuela con su voz de tenor y daba un ambiente como de época remota y de Madrid castizo, en las paredes fotos de Manolete y Julio Camba junto a las acuarelas de Esplandiú y una imagen antigua del atentado de Mateo Morral, realizado desde el piso de arriba.
Mas allá, hacia la calle Segovia, el viaducto con su historia de suicidas saltarines en un anticipo del "puenting" pero sin seguro, muchos de ellos por amores imposibles, otros por deudas impagables. los mas por desvaríos.
Al otro lado de la plaza, la Taberna del Alabardero, donde cenaba todos los días en la mesa del rincón, Don José Bergamin, solitario y muy viejo y con expresión absorta, meditando sin duda su azarosa vida de escritor comunista ya hastiado y desengañado.
Camino de la calle Lepanto un pobre dormía a diario arropado en su abrigo, sobre un banco junto a la fachada con zócalo de granito, en las noches de niebla todo aparecía fantasmagórico y silencioso.
Fue un barrio de conspiraciones políticas, masones, carbonarios y otras sociedades secretas, que bullían luego en revueltas populacheras en Sol, eso no ha cambiado.
También coto de cacerío de los Borbones que tenían sus meretrices en las casas cercanas, sin respetar la proximidad del Convento de la Encarnación, con su sangre milagrosa que se licúa en julio, fiesta de San Pantaleón.
Los nombres, calle del Espejo o de la Amnistía o de la Unión, que rememoran la convulsa historia de la corte.
La huella del rey Jose Bonaparte que ordenó el derribo de las humildes viviendas que se agolpaban frente a palacio, para formar la plaza semicircular con su teatro en el centro, a modo de un París modesto.
Lástima que al derribar la Iglesia de San Juan, quedara Diego Velázquez perdido bajo la Plaza Ramales, tan insigne pintor huérfano de mausoleo por el furor de “Pepe botella” y su ansia de reformador del barrio.
Hoy lo veo un lugar mas anónimo con terrazas coquetas y turistas que hacen fotos, japoneses que compran bolsos de piel en la calle Santiago y un sinfín de desocupados que pasean por Bailen, embobados por la magnificencia del palacio de caliza y granito, hogar de nuestros peculiares reyes y mas tarde de Don Manuel Hazaña, “el verrugas”, ultimo inquilino de palacio.
Asi quedo vacio hasta nuestros días en que permanece como un barco varado y sin vida, un fósil del Madrid cortesano, popular y canalla de siglos ya pasados. 

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