enero 13, 2015

Si por tierra, en un tren militar.

Una noche de julio, calurosa como suelen ser las de Madrid en ese tiempo, me encamino en un taxi a un acuartelamiento de ingenieros ferroviarios, en Campamento, junto a la carretera de Extremadura.
Después de varias prórrogas por estudios, me ha llegado el momento de “cumplir” como se de decía en lenguaje castrense, obligación ineludible excepto para objetores de conciencia o testigos de Jehová, muy escasos por entonces.
Además se libraban los muy bajitos y los pies planos, como mi recordado amigo Rafa Coullaut, que yo se los vi y eran muy extraños.
Al entrar al cuartel, pese a la oscuridad, distingo unas decenas de individuos, agrupados unos, solitarios los mas, son los reclutas de la quinta del setenta.
Emiten murmullos y alguna risotada, todos llevan bultos con sus pertenencias, algunos una maleta que provoca la burla de los mas achulados, que se creen ya veteranos de los tercios de Flandes
Parece que estaba mal visto comparecer con maleta en lugar del petate, especie de bolsa color verde con asas, equipaje mas propio del ramo de guerra.
Quiero aclarar, que el recluta, en una organización jerárquica como es el ejército, pertenece al grado mas ínfimo, con lo que soporta los gritos y las chanzas de todos los grados superiores, añadase la crueldad e inocentadas de sus comilitones.

Los quintos, también así denominados, apenas unos niños que con barba incipiente van a servir a la Patria, con temor algunos, con ilusión por salir de las faldas maternas muchos.
Larga espera en solitario, que en el oficio de soldado, se esta a la orden y no hay voz ni voto, mientras todo esto transcurre, clarea sobre la cornisa del Manzanares, recortándose el palacio y la cúpula de San Francisco.
Con el alba distingo a Fernando, compañero de estudios y extremeño de nacimiento, región a la que nos encaminamos en un tren militar, que nos aguarda en el anden del lado opuesto del vetusto edificio, de arquitectura vulgar y austera.
Con la charla el tiempo corre mas deprisa, ya clarea mas por el este y unos gritos de un sargento, los primeros de los muchos que vendrán, nos ordenan, por nombres y procedencias, en filas largas en las que ahora impera el silencio, los que antes galleaban permanecen temerosos ante las voces del suboficial y varios cabos, que nos manejan como a un rebaño de incautos e indefensos corderos.
Tras el embarque, ya en el convoy, me reencuentro con Fernando. Acomodamos nuestra impedimenta, nos sentamos en los bancos de madera del desvencijado vagón, en la milicia no hay clases, todas las plazas son incomodas y esenciales.
Otra larga espera, el tren inmóvil, bajo un tímido sol que dora la luz de la mañana, Fernando, con su deje castuo, me habla de Cáceres y del campo desierto y agreste, de sus notas de los exámenes y de su familia, enraizada en Olivenza.
Un chasquido tras un largo silbato de la locomotora, nos saca de la inmovilidad, despacio, vemos pasar las ventanas del regimiento y a paso lento comenzamos a desfilar frente a otros cuarteles.
El espectáculo es alegre y lleno de color, el sol ya inmisericorde se prepara para otro día de canícula.
Soldados con crema de afeitar en la cara que se asoman y gritan reclutas!!! no os queda mili .....!!! cortes de manga y gestos obscenos.
Otros tiran chuscos ya duros contra el convoy....... desgraciados!!!!, todo ello entre burlas y risas, algún panecillo entra por la ventana, sin tener que lamentar víctimas.
Un discurrir interminable frente a los que hace solo unos meses, eran como nosotros, que ahora ya veteranos, con el uniforme arrugado y la visera capada, se sienten superiores, la veteranía es un grado.
La maquina acelera, poco a poco, mas cuarteles y mas chanzas y burlas, pareciera que todo el ejercito de tierra se hubiera concitado para mostrarnos lo que nos espera, ser el ultimo eslabón de la cadena de mando.

Por fin el campo y el silencio, los eriales pobres que rodean la capital, apenas unas retamas y los surcos calcinados en espera de las lluvias de otoño.
Nuestro tren se para en los apeaderos, para dar paso a los mercancías que tienen preferencia, somos los últimos de entre los mortales.
Ya pasado el medio día las primeras encinas y alcornoques, las dehesas que desconocía antes de mi viaje en un tren militar, tarareo mientras "Adelita" por puro romanticismo. 
Fernando relata con elocuencia los secretos de la montanera y la corchá.
Antes de llegar a la legendaria Norba romana, tengo a Extremadura en el corazón, mientras los reclutas adormecidos por el calor, sueñan con llegar a subteniente, o al menos a servir sin sobresaltos y volver al pueblo hechos unos hombres, hechos y derechos.

  

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