febrero 03, 2016

La playa salvaje.

También la llamábamos la segunda playa, que la primera era la de todos los días, los partidos de fútbol y las txampas interminables nadando sobre las olas, con señoras que pasean por la orilla falda remangada, que deja ver las varices azuladas y toda clase de seres mayores amedrentados frente al mar.
Las mañanas de marea baja, la arena humedecida deja un paso de veinte metros entre la “roca Elvira” y las rompientes olas.

Nunca supe la razón del nombre de esta singular roca, todavía la recuerdo, oscura y alta, casi siempre bañada por el Cantábrico hasta la cintura.
Era en septiembre, con las mareas vivas, que nos encaminábamos a las arenas y rocas de esa playa desierta,  "playa salvaje" la llamábamos.
Nunca he estado en Disneyland o en Port Aventura, desgraciados estos niños que nunca tendrán una playa llena de sorpresas y misterios, sin tickets de entrada ni guardas, sin funcionarios de protección civil ni agentes de medio ambiente, vacía e indómita para un grupo de inocentes indómitos.
Con el Meyba azul y una gorra de visera, superflua para el desvaído sol de final de verano, la pandilla de los veranos, encaminados por la orilla camino de una mañana entera de libertad, sin ningún mayor que regañe o alerte de las imprudencias.
Las manos llenas de reteles y cubos para las presas, algunas gafas de bucear y un par de aletas, que no éramos niños consumistas y apenas teníamos la cantidad de trastos que abundan ahora.
Esta playa es amplia y larga, a las faldas de un gran monte por el que discurre la carretera que viene de Icíar, en la cima la Ermita de Santa Catalina de las chocolatadas, con su campana tantas veces tañida por las pequeñas manos aferradas a la cuerda de esparto.
Bajo esta ladera verde, la roca desnuda se adentra en el mar, negra y tortuosa, en lo que de mayor he conocido se llama “flisch negro”....rocas estatigráficas retorcidas por los millones de años que el mundo lleva dando vueltas, mucho antes de que yo fuera niño vestido con un Meyba.
Para nosotros era mas que la conquista de Méjico, en cada charco de las rocas, el agua aloja a los prisioneros de la marea, centollos, quisquillas, lapas, mejillones, vígaros, pececillos de todas clases y las despreciadas babosas, las siempre intrigantes estrellas de mar y las temidas ofiuras de brazos delgados que se retuercen, como monstruos en miniatura de la guerra de las galaxias.
Entre baños rodeados por las hirientes rocas, la pesca avanza y los cubos se llenan de seres que flotan en un fondillo de agua, mientras los erizos violáceos mueven sus púas lentamente sin saber que ocurre, que no tienen ojos los erizos, solo pinchos.
Al comienzo de la subida de la marea, los mas pusilánimes alertan de la premura del tiempo para escapar, los mas audaces se enfrentan a las olas que ahora rompen mas cerca, invadiendo las charcas que se integran a mar nuevamente.
Corremos por esas rocas afiladas que ahora se que se laman “flysch”, extraña formación de setenta millones de años de sedimentos, reviradas en forma de cuchillas que se alzan al cielo soleado de septiembre.
Salvada la roca Elvira con el agua por la cintura, reposamos sobre la arena caliente, en los toldos examinando el botín que será cocido y engullido a la tarde.

Suerte de libertad y de playa solitaria, ahora se lo que es el Flisch y muchas mas cosas, aunque ya perdí la emoción y la inocencia de la infancia y la tutela de mis mayores que me alertaban de la marea y los peligros de las rocas.



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