Mi bisabuelo Rafael vestía boina negra, como mi abuelo José María, ambos riojanos de la parte del río Tirón, afluente del Oja, que muchos de los de la LOGSE no saben que Rioja no es una botella, en realidad es río Oja, vamos que es un río con agua.
Tuvo allí unas tierras y casa solariega, en Cuzcurrita, pueblo de piedra con buena iglesia y plaza de casonas blasonadas, que aquello estaba lleno de hidalgos antes de que se fueran todos a los pisos modernos de la ciudad.
La boina es muy del norte, pero se derrama hasta Burgos y otras tierras de Castilla, lo que es seguro es que aquí en Cádiz no se ven muchas, solo la de algún excéntrico.
Mi bisabuelo Rafael según la historia familiar se dio la gran vida, aunque menguó mucho la hacienda heredada, allá por los felices veinte.
Iba a la capital y alternaba en la sociedad, jugaba al monte y vestía elegante, hizo bien que de haber quedado algo lo habría confiscado ahora Montoro y mejor que el, lo disfrutara.
No se mucho de este Rafael, el padre de mi abuelo, al que no conocí nunca, veo su foto y tampoco adivino rasgos como los míos, aunque seguro tendré mucho de sus genes, de su sangre, de su carácter.
Por relato de mi madre, se que en San Sebastián, ya en su vejez, iba a menudo a ver la puesta de sol al Paseo Nuevo.
Sentado en un banco, mirando al oeste, con su boina negra, espiando el ultimo instante en que el sol, desaparece sumergido en el Cantábrico.
Todo ello, por matar la tarde, recordar quizá sus años de luces en la capital, calmar la mirada en el siempre cambiante mar, pero también con la esperanza de ver el RAYO VERDE.
Confieso que muchas veces yo he picado en esta leyenda, mas de una vez he mirado con fijeza la puesta de sol en el mar, con la ilusión de participar de tan mágica visión.
Se da a este asunto una explicación física, aunque mas creo yo que al ser el verde complementario del rojo, tras ver el astro rey durante algunos minutos, al ocultarse, se produce en la retina el efecto de aparecer el verde, su complementario, sin que haya rayo ni nada que se le parezca.
El caso es que para mi imaginario el rayo verde es familiar, parte de la tradición oral recibida en la infancia, que quizá mis hijos algún día se sienten a contemplar el atardecer con la esperanza de verlo, pude que no lo hagan nunca, que con la televisión ya no se cuentan historias en las casas.
En las ciudades, no hay rayo verde, bueno no hay ni puesta de sol que siempre lo ocultan las fachadas, hay que ir al mar, que en la meseta parece no darse el fenómeno.
Mi bisabuelo no debía saber mucho de física, tampoco de óptica, que era hombre de campo, conocería de viñas, uvas y caldos, aunque el destino y la guerra civil, le condujo a pasar sus últimos atardeceres espiando la aparición del mítico rayo, hecho que según la tradición oral, ocurrió en un par de ocasiones.
Al releer estas letras, pienso que mi bisabuelo devino en ser hombre solitario y melancólico, las tierras hipotecadas, la juventud perdida, su patria en guerra, que mejor que dedicarse a la contemplación de la naturaleza y sus fenómenos.
Tuvo allí unas tierras y casa solariega, en Cuzcurrita, pueblo de piedra con buena iglesia y plaza de casonas blasonadas, que aquello estaba lleno de hidalgos antes de que se fueran todos a los pisos modernos de la ciudad.
La boina es muy del norte, pero se derrama hasta Burgos y otras tierras de Castilla, lo que es seguro es que aquí en Cádiz no se ven muchas, solo la de algún excéntrico.
Mi bisabuelo Rafael según la historia familiar se dio la gran vida, aunque menguó mucho la hacienda heredada, allá por los felices veinte.
Iba a la capital y alternaba en la sociedad, jugaba al monte y vestía elegante, hizo bien que de haber quedado algo lo habría confiscado ahora Montoro y mejor que el, lo disfrutara.
No se mucho de este Rafael, el padre de mi abuelo, al que no conocí nunca, veo su foto y tampoco adivino rasgos como los míos, aunque seguro tendré mucho de sus genes, de su sangre, de su carácter.
Por relato de mi madre, se que en San Sebastián, ya en su vejez, iba a menudo a ver la puesta de sol al Paseo Nuevo.
Sentado en un banco, mirando al oeste, con su boina negra, espiando el ultimo instante en que el sol, desaparece sumergido en el Cantábrico.
Todo ello, por matar la tarde, recordar quizá sus años de luces en la capital, calmar la mirada en el siempre cambiante mar, pero también con la esperanza de ver el RAYO VERDE.
Confieso que muchas veces yo he picado en esta leyenda, mas de una vez he mirado con fijeza la puesta de sol en el mar, con la ilusión de participar de tan mágica visión.
Se da a este asunto una explicación física, aunque mas creo yo que al ser el verde complementario del rojo, tras ver el astro rey durante algunos minutos, al ocultarse, se produce en la retina el efecto de aparecer el verde, su complementario, sin que haya rayo ni nada que se le parezca.
El caso es que para mi imaginario el rayo verde es familiar, parte de la tradición oral recibida en la infancia, que quizá mis hijos algún día se sienten a contemplar el atardecer con la esperanza de verlo, pude que no lo hagan nunca, que con la televisión ya no se cuentan historias en las casas.
En las ciudades, no hay rayo verde, bueno no hay ni puesta de sol que siempre lo ocultan las fachadas, hay que ir al mar, que en la meseta parece no darse el fenómeno.
Mi bisabuelo no debía saber mucho de física, tampoco de óptica, que era hombre de campo, conocería de viñas, uvas y caldos, aunque el destino y la guerra civil, le condujo a pasar sus últimos atardeceres espiando la aparición del mítico rayo, hecho que según la tradición oral, ocurrió en un par de ocasiones.
Al releer estas letras, pienso que mi bisabuelo devino en ser hombre solitario y melancólico, las tierras hipotecadas, la juventud perdida, su patria en guerra, que mejor que dedicarse a la contemplación de la naturaleza y sus fenómenos.
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