marzo 12, 2015

Bicicletas.

Era para todo niño, el bien soñado, por encima del reloj o de las botas de fútbol, los revólveres plateados con su canana de cuero, incluso mas que el tren eléctrico.
La bici significaba la libertad, lo etéreo, el discurrir grácil sobre unas ruedas hinchadas de aire, bien sujetas a las horquillas por esas palomillas qué apretamos con decisión tras centrar la rueda para que no rocen.
La cadena, tensa y engrasada, que trasmite el pedaleo que nos impulsa sin esfuerzo, aunque no en las cuestas arriba.
El manillar, con sus puños de goma que nos da el libre albedrío de torcer, a un lado y a otro, incluso dar la vuelta y volver, por donde vinimos.

Los frenos, de varilla entonces, con sus zapatas de goma que presionan las llantas y nos ralentiza o nos detiene.
En suma la bicicleta es el salto cualitativo para moverse y multiplicar las capacidades de nuestro cuerpo limitado, que no hay mas que observar la cara extasiada de un niño encaramado al sillín, dando vueltas sin objeto, inclinándose de lado a lado en un equilibrio armónico entre inercia y gravedad, aunque el infante nada sabe de las leyes de la física.
Cada día de Reyes, cada cumpleaños, cada aprobado de curso, incluso de reválida, se espera con ansiedad.
A veces nunca llega, las casas son pequeñas, los hermanos muchos.
Recuerdo vivamente la de mi primo Gonzalo, de marca GAC, negra con unos vivos dorados, cromados de plata y guardabarros airosos, la barra recta y varonil sobre la que me lleva sentado a veces como a primo pequeño que soy.
La que tuve yo en usufructo un par de veranos, de mi tía Pilarín,  bici de chica y con unas redecillas infames de colores, en la rueda de atrás.
Para mi estatura demasiado alta lo que me obliga a montar sobre los pedales, sin poder sentarme, con paradas bruscas y poco airosas, mas próximas a una caída de sangre en las rodillas.
Otra recuerdo bien, de otros primos en Sigüenza, también prestada, a la que fijábamos una cartulina con una pinza de ropa, que al golpear sobre los radios producía la ilusión del ruido de un motor, el siguiente anhelo, el invento definitivo, la moto.
Pero volvamos al pretérito.
El timbre en el lado derecho, junto al pulgar, es símbolo de autoridad y afirmación, que aparta de nuestro camino a otros niños e incluso a mayores.
El faro es poco frecuente por sofisticado, con su dinamo misteriosa que dificulta el pedaleo, aunque añade otra nueva fascinación al niño noctambulo que rasga la tiniebla con el silencio de su bólido, convirtiéndolo en centauro de la oscuridad.
Bajo el sillín, colgada, la pequeña bolsa de cuero con parches y lija, para los pinchazos, que todo está previsto en esta maquina prodigiosa.
Casi olvido la bomba, para hinchar, fijada con unos tetones en el bastidor, se rompe inmediatamente de estrenar la bici, pocos la tienen y la frase "me dejas la bomba" todavía resuena en mis oídos de tan frecuente.
A veces contemplo el discurrir de los niños de ahora, con sus modernas bicicletas de Frenos de cable y cambio de plato y piñones, de aleaciones impensables y ruedas gordas y gomosas, que me hacen sonreír al recordar nuestras famélicas ruedillas gastadas por el rodar de años, herencia de hermanos mayores y tías solteronas.
No se yo si les producirá la ilusión de antaño, que ahora desde casi bebes tienen teléfono, ordenador, "Game Boy" y ropa de marca, aunque creo que para ellos sigue siendo la promesa de la independencia, el poder transcurrir de forma ligera.
Todo esto pensaba yo hoy, al contemplar un grupo de bicis de alquiler, de esas que proliferan en las calles, anónimas y mercenarias, a las que nadie quiere pues de nadie son.

Pintadas iguales, feas y sin cambio, tristes bicis sin dueño que esperan calladas algún cliente que las use para dejarlas después en otra parada silenciosa, sin que ningún ser las contemple con orgullo, incluso con embeleso de enamorado al poseerlas.



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