En septiembre las mareas vivas, además de hacer bajar y subir mas el nivel del agua por efecto de la luna, coincidían con terribles temporales, los primeros tras el verano.
Aquel día los rumores se difundieron por el pueblo, tres niños que pescaban en un contrafuerte de la playa salvaje habían desaparecido arrastrados por una gran ola.
Tratando de rescatarlos una chipironera a motor intenta salir por la ría a mar abierto, todos corremos por el espigón a verlo, en la barra las olas rompen gigantescas, el patrón trata de aprovechar un momento de calma entre las series de olas y da motor valientemente pero la embarcación no es rápida y pronto la proa se estrella con gran estrépito contra la primera ola de una nueva serie, a la segunda embarca mas agua y la tercera esta a punto de volcarla, el patrón desiste y vuelve a puerto.
Los niños subimos por la carretera de Icíar hasta estar sobre el contrafuerte donde ocurrió la tragedia, hay también adultos y alguien grita que ha visto entre las furiosas olas y la espuma a uno de los críos, todos miramos pero no hay rastro, toda la tarde la vista fija en el mar embravecido, allí allí !!!......yo no vi sino encajes de blanca espuma entre los lomos verdosos de las olas levantándose.
Al atardecer vuelta a casa, no hay ya esperanza, en la cama me angustia pensar en la negra noche sobre las aguas.
A la mañana siguiente el mar se ha calmado algo y las grandes olas viene con mas orden rompiendo contra las rocas en una pelea desigual, deshaciéndose en fragmentos blanquísimos, para volver a elevarse y cargar, de forma incansable, ni rastro de los niños, la corriente los llevara a las “cuevas de los ahogados”, camino de Zumaya, dicen los mayores.
Algún niño siniestro dice que lo primero que se comen los peces son los ojos y los dedos.
Algún niño siniestro dice que lo primero que se comen los peces son los ojos y los dedos.
Vuelta a casa otra vez en silencio con caras tristes y lloros de las familias y conocidos.
Por fin, no recuerdo como los rescatan y todo el pueblo acude al entierro en la Parroquia, la plaza llena y por la “calle de los muertos” tres cajas blancas cargadas por hombres con boina, leve carga en medio del silencio camino del cercano camposanto.
He recordado muchas veces a aquellos tres niños de diez u once años que el Cantábrico segó de entre los vivos, serian ahora de mi edad y quien sabe que les esperaba en este tiempo que para ellos ha sido tiempo de silencio y reposo en aquel pequeño cementerio de Deva, bajo la ermita de Santa Catalina.
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