En la Plaza Mayor, se encontraba de todo, además asemejaba a Madrid en parecer un pueblo grande, con su plaza de mercadillo modesta y pobretona.
Recuerdo que se entraba con el coche, había tan pocos.....nadie lo creería ahora, mi padre aparcando junto a alguno de los puestos, con zambombas y panderetas, espumillón y confeti, algodón de azúcar y almendras garrapiñadas.
Ahora la inspección, primero el musgo, jugoso y verde, el regateo del precio después y finalmente la vendedora entre periódicos, capa a capa de la futura pradera frente al Portal.
El corcho en el mismo puesto, grandes planchas de un árbol que se convirtió ahora en parte de mi vida diaria, el alcornoque.
Algunas ramas de acebo, con sus bolitas rojas, para hacer ramos con esas bolas de cristal que se rompen de tan solo mirarlas.
Unas ramas de arbusto, que se transformarán en grandes arboles nacidos en una quebrada, por detrás, al fondo de la escena inmóvil.
Todos los años algún pastor, alguna oveja mas, Baltasar que el año pasado se rompió, un camello y un poco de polvo blanco para hacer de nieve, que en Palestina también nieva, según conocemos ahora.
Que no falte el serrín para el camino por el que los Reyes avanzan hacia el puente sobre el río de papel de plata, río de envoltorio de chocolate Elgorriaga.
Mi padre es arquitecto, profesión ancestral que le habilita para en un instante armar una cueva prodigiosa, con su lucecita al fondo de bombilla de rosca miñón, tenue y amarilla.
Todo se va acoplando, el musgo que oculta el pedestal de las figuras de cerámica, con sus túnicas pardas, el camino arenoso hasta el puente y desembocando en el establo.
El castillo de Herodes, siniestro, también con luz, para después de la matanza de los inocentes, que cabrito el Rey Herodes allá en lo alto.
Casi acabando, la nieve, no mucha que esto no son los Alpes, es solo una noche fría, para añadir dramatismo.
Lo ultimo, las figuras, el pastor haciendo gachas, el ángel encaramado anunciando a los pastores la buena nueva, las ovejas sobre el musgo, los magos de oriente.
Con mano delicada y cuidadosamente, el Misterio, bajo las grandes rocas de la cueva, la mula y el buey, San José con su cayado y la Virgen que mira con embeleso al recién nacido, sobre el Heno, en el suelo, el hijo de Dios.
Al fondo sobre la pared, un papel azulado con estrellas plateadas y colgada de algún punto con hilo de nylon, la estrella de oriente, con su cola recortada en dintecillos, como de sierra.
El portal de Belén queda así completado, hasta el día de reyes, en que todo se guarda en cajas de cartón para el año que viene.
Solo se tira el musgo ya seco, el serrín y la nieve que no se derritió, los grandes arboles y Baltasar, que se volvió a romper este año, mi madre antes de guardar al niño lo besa con reverencia, después, se barre el rincón y la Navidad queda atrás, lejana, ya para siempre en la imaginación de algún niño.